Casi
nunca regresa a su Ítaca natal, entre otras cosas porque la razón que lo hizo
abandonarla se hace eternamente larga, más larga que su propia vida. El tiempo,
sin embargo, consuma algún que otro retorno, aunque sea in memorian. En cualquier caso, no deja de ser una
ironía que, una vez muerto, la vuelta del antiguo paria sea administrada por
las autoridades locales según criterios de un momento específico. Se lava lo
que se pueda de la imagen del difunto y se recupera parte de la obra
“tolerable”. Se oyen frases que hubieran sido insólitas un poco antes: “después
de todo, no estaba tan en contra..., si no hubieran sido tan injustos con
él..., eran otros tiempos..., las cosas han cambiado mucho en el país”. Y todos
tan felices. El daño, sin embargo, ya está hecho. Me refiero al daño infligido
al creador y a su propio país, que será siempre difícil de reparar. Bien
analizado, nadie podría decir qué se gana con esconder parte de este legado
cultural al pueblo, que tendría que ser el primero en disfrutar de él; pero eso
parece no importar mucho a los guardianes que velan por la pureza de la
ideología nacional.
En este proceso de combustión del patrimonio intelectual
del país todo son pérdidas, realmente. Pero ¿quién pierde más? ¿El artista o el
estado totalitario que lo excluye de sus registros? Cierto que hay familias
separadas, sueños extraviados, carreras interrumpidas, vidas destrozadas por la
frustración, obras que naufragan en la profundidad de los cajones, ansiedad sin
límites, zozobra capaz de consumir a creadores que vagan como almas en pena por
el mundo. Y en muchos casos, olvido; nadie en su patria que los reconozca o los
aprecie. Pero hay una pérdida mayor aún, porque es la suma de todas esas
pequeñas pérdidas individuales: la que sufre la cultura nacional con la
existencia de varias generaciones de artistas desparramados por el planeta, toda una purga genética que muchas veces se lleva una
valiosa semilla para que vaya a germinar en otro suelo. Allí dará sus frutos y
contribuirá al enriquecimiento material o espiritual de un pueblo que ya no
será el pueblo del artista errante. Una enorme cosecha de talento que el país
pierde, sin que su receptor natural se entere siquiera de que existe.
Antonio Álvarez Gil Guardamar del Segura, diciembre de
2014
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