EL ESPINO DEL PÁRAMO Leo Nistal
Había una vez un espino en una pequeña loma que separaba dos valles nada
profundos en un páramo llano, que por alguna razón nació y creció durante
cientos de años y nunca se conoció su edad.
Lo descubrí en mi niñez.
Fue en otoño, una tarde de cielo claro cuando ya las montañas leonesas tenían
corona blanca y corría en la llanura un poco el viento helador. No le quedaba
ninguna hoja, sólo unas duras y largas espinas en sus tallos color lagartija.
Nunca pude explicarme el motivo de su nacimiento en
aquel paraje, pues en la primavera las pocas hierbas que nacían cerca del
espino a duras penas duraban un solo día, tal era la pobreza del terruño.
En el momento de su plenitud
dicho espino tenía unas hojas llamadas “lengua de pajarito” que se pegaban al
tallo y sus brotes eran del tamaño de un botón de camisa. Todas las plantas y
los insectos parecían separarse de él, las hormigas fabricaban sus cuevas un
poco alejadas y nunca se supo que algún pájaro anidara en su cercanía, hasta a
las urracas jamás se las escuchó graznar
cuando volaban por encima de él.
Una mañana, al amanecer,
cuando un rebaño de ovejas deambulaba por allí, el pastor encontró gotas de
sangre alrededor del espino. Largo rato estuvo pensando, pues por aquella parte
del páramo hacía días que no venía nadie, tan sólo las ovejas y él, camino del
redil.
─Esta sangre parece
fresca, pensó. Tengo que averiguar lo que ocurre, esto ya lo he visto otras
veces.
Transcurría el tiempo y el
pastor seguía en su incertidumbre. Una noche en la que esperaba el parto de
unas ovejas, decidió quedarse a dormir en la majada. Avanzada la noche despertó
al sonar de las cencerras de sus ovejas, éstas se movían inquietas. Se arrebujó
bien en la capa y salió para ver qué pasaba.
En el silencio de la noche se
escuchaban unos lamentos hacia donde
estaba el espino y de aquella parte llegaba un olor a azufre. Temeroso, entró
en el redil y nuevamente se envolvió en su capa para dormir.
A la mañana siguiente pasó con su ganado junto al espino y observó cómo
esta vez la sangre estaba aún más fresca y las púas del espino tenían restos de
piel y pelos ensangrentados.
El pastor lo contó a su familia y ellos creyeron que había soñado, pues
el hombre tenía poca fama de sabio...
Pasado un cuarto de siglo uno de sus vástagos recordó aquella historia.
El pastor había muerto y su rebaño desapareció. Ya no quedaba en pie ni
siquiera el redil que habían fabricado de piedras y tierra. Un atardecer de
verano el hijo del pastor caminó por el campo en busca de aquella historia
almacenada en su recuerdo.
El espino estaba en el mismo sitio, había crecido muy poco. Seguía
enseñando sus duras espinas amenazantes. Ahora estaba seco porque era el final
del verano y el hombre observó cómo
estaba ligeramente inclinado hacia el sur por el castigo de los vientos
del norte que soplan en el páramo.
Azuzado por la curiosidad, estudió la manera de vigilar durante unas
cuantas noches bien envuelto en una manta. Lo que contempló le dejó pasmado.
Al rayar la media noche notó un fuerte olor a azufre y vio unos ojos
fosforescentes brillar en la oscuridad. En aquella soledad observó temeroso
cómo el demonio del páramo visitaba el espino para martirizar su conciencia, su
espíritu y sus carnes, por no haber sido durante los últimos tiempos tan malo
como debiera y pagarlo con su sangre y su piel sin una sola queja. Él regaba el
espino con su sangre y con los sudores que los pinchazos de sus espinas le
costaban.