"DE SEIS A OCHO" (Cuaderno Literario de La Tertulia Literaria de Guardamar)

viernes, 29 de mayo de 2015

"EXTRANJERA" RELATO DE GALINA ÁLVAREZ DE LA TERTULIA LITERARIA DE GUARDAMAR PUBLICADO EN "GUARDAMAR DIGITAL" EL 20-05-2015





GUARDAMAR DIGITAL 20-05-2015

Extranjera
Galina Álvarez

Soy extranjera, casi siempre lo he sido, desde que siendo una jovencita dejé mi patria. Y puedo afirmar que la vida de una foránea no es para nada fácil. Aunque debe haber gente que crea lo contrario. Hay muchos problemas que una enfrenta por ser extranjera. Por ejemplo, aquí mismo en Guardamar. Si vas a un mercadillo, los vendedores piensan que, por venir de otro país, no sabes contar. Y tratan de subirte el importe a pagar. Otro ejemplo, las peluquerías. Algunas peluqueras  se empeñan en aplicarte tarifas especiales que no figuran en las listas de los precios. Desconozco la causa del por qué una tiene que pagar más: por el derecho de vivir en España, o porque los extranjeros se consideran más ricos y por ello deben compartir su dinero. Una especie de impuesto extra.
Bueno, son dificultades que enfrento en España como jubilada. En lo demás, todo es maravilloso, siempre y cuando no tengas que declarar a Hacienda. Pero esta oficina es un hueso duro de roer hasta para los nativos.
No siempre he sido una jubilada. Trabajé muchos años y tengo cosas que contar. Por ejemplo, sobre Suecia, mi segunda patria. Primero, es casi un milagro que una inmigrante adquiera allí un trabajo glamuroso. De limpieza sí, quizás de asistenta, pero no sueñes con obtener algo mejor. Para lograrlo, por encima del título, tienes que tener un coeficiente intelectual de 160, hablar inglés perfecto y tener competencia social. Pero esta debe ser sueca, de otra forma no vale. Y, por Dios, ¡ni se te ocurra sobresalir en algo!  Aunque seas inteligente, mantenlo en secreto. No hay nada que le caiga tan mal a los suecos como descubrir que un extranjero  los supere en algo.
 Cuando vivía en Cuba tampoco era fácil. Allí no se exigía inglés ni el coeficiente intelectual. Lo importante era ser militante del Partido Comunista; sin eso no llegabas a ningún lado. ¡Qué dilema! Y entrar a esta organización tan significante estaba prohibido para los extranjeros (con excepción de Che Guevara, claro).
En el plano personal era lo mismo. Vamos a continuar con Cuba, que es un país de gente simpática. Siempre me tocó vivir en pueblos pequeños, donde todo el mundo se conocía. Por eso era, de cierto modo, “famosa”. Todo el mundo me identificaba como rusa y, además, la mujer de Tony, el hijo menor de Abelardo el mellizo. ¡Imagínate tú! ¡Qué linaje! Cada persona me seguía con la vista, me valoraba y me juzgaba. ¿Por qué tendrá la saya tan larga? Seguro que es testigo de Jehová. No les pasaba por la mente que mi estilo era hippy. Otros decían: ¿No la viste? Casi no tiene culo, la pobre. Y qué flaca está… ¡Con lo que come! En la cafetería la vi comprar dos bocadillos.
Los cubanos se conocen por su talante especial para decir piropos a las mujeres en la calle. Son muy creativos y no lo hacen en forma ofensiva; es como un deporte. Las mujeres tampoco reaccionan mal; es una especie de juego entre ambos sexos. Cuando yo pasaba por la calle del pueblo, sólo había silencio. No era igual que todas. Era la nuera de Abelardo, el mellizo y, encima de eso, rusa. A mí había que respetarme.
Un día yo estaba en una calle con una amiga. De pronto apareció un guajiro sobre un caballo y, al pasar por nuestro lado, me dijo algo. Como no lo entendí bien, le pregunté qué quería. El hombre se vio confundido y no me contestó. Mi compañera reía a carcajadas.
—¡Te ha dicho un piropo! —exclamó ahogada de la risa.
Bueno, el hombre venía del campo y no me conocía; por eso se atrevió.
Fue mi único piropo en Cuba.




miércoles, 13 de mayo de 2015

"LÁZARO" RELATO DE HELENA JOSEFINA COLLAZO VILARELLE DE LA TERTULIA LITERARIA DE GUARDAMAR PUBLICADO EN GUARDAMAR DIGITAL (06-05-2015)


GUARDAMAR DIGITAL (08-05-2015)
LÁZARO                                                                         Helena Josefina Collazo Vilarelle

La primera vez que mi padre tuvo problemas con el funcionamiento de su pulmón derecho, ingresó en el Hospital General de la capital de la Isla, y allí fue donde conocí al sorprendente  personaje de esta  historia.
Lázaro era el operado más famoso del pabellón de neumología, pues para todos los ingresados existían reglas muy estrictas, pero para él no.  Siempre andaba deambulando por las áreas cercanas, sin miedo a que lo capturaran y esquivando a los coches que aparcaban junto a la entrada principal. Nadie se enfadaba porque perdiera unos minutos en el aparcamiento del auto por su culpa, sino que le trataban con benevolencia, y hasta le dirigían frases como:
-¿Qué hay Lázaro?  ¿Dando una vueltecita?
A lo que él respondía invariablemente,  con una  mirada melancólica, mientras proseguía su camino sin prisa alguna.
En el pabellón siempre  se contaban anécdotas diarias de su proceder,  y se comentaba  su voraz apetito, ya que era el primero  en dar buena cuenta,  -no solo de lo que le servían-,  sino de cuanto dejaban los demás;  bien porque no les apetecía, o bien porque les agradaba ver cómo engullía Lázaro sus alimentos. Desde luego, los pacientes habían hecho numerosas apuestas, pero nadie  había perdido o ganado,  y  es que la comida estaba racionada  para cada uno según su tratamiento, de manera que tampoco era cosa de darla toda, en aras de descifrar  el misterio  de la capacidad del estómago del operado.
Lázaro era experto en  escabullirse cuando las enfermeras intentaban cogerlo, y hasta les jugaba una mala pasada levantándole las faldas en su escapada, de manera que era todo un divertimento  para quienes rumiaban sus  dolores en cama, así como  una mortificación para quienes cumplían sus obligaciones, por ello, con el transcurso de los días surgió un acuerdo tácito entre las dos partes implicadas,  y cuando llegaba la hora de la visita médica, todos hacían como si Lázaro no existiera, y de hecho, él también colaboraba manteniéndose quieto, como si de una estatua se tratara,  aunque con la mirada  alerta;  porque no había algo que odiara más que la visión de una jeringuilla en manos de una enfermera;  entonces partía como una exhalación hacia el exterior del pabellón y podía desaparecer durante horas, dejando detrás una estela de  afectuosas y comprensivas carcajadas. Y es que él no podía sustraerse al recuerdo de cuando lo colocaron sobre la mesa fría del salón de operaciones para estudiantes: Le ataron, le rasuraron y le colocaron la inyección que le hizo perder la conciencia  para,  mucho tiempo después,  despertar con los terribles dolores y las convulsiones que durante días se le presentaron. Entonces se refugió adolorido en el pabellón de Neumología y allí le acogió Lázaro, de quien después heredó el nombre.
Lázaro le acurrucó entre sus brazos. Le dio de comer y hasta su lecho  compartió con el tembloroso recién operado. Le enseñó a mantenerse quieto debajo de su cama sobre un reposa pies, y los demás pacientes del pabellón  colaboraron en lo que se convirtió en  una proeza general de ayuda al jovencito,  porque todos  sabían que le quedaban escasos días de vida. Fueron hermosas para el chico  las cinco últimas semanas en que dio cobijo al perro cobaya, quien para merecimiento de la heredad del nombre siguió sus  restos  mortales hasta el sitio de su última morada;  hecho muy comentado en el Hospital.
Tras una semana de enterrado el fallecido, el asombro y el contento desbordaron a los que en el pabellón residían  cuando  apareció el chucho  huérfano,  acurrucado  sobre el  banco reposa pies donde las caricias y los cuidados del joven  finado recibiera. Ese fue “El Lázaro”  que yo conocí  durante la estancia de mi padre en el  Hospital Calixto García.