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GUARDAMAR DIGITAL (08-05-2015) |
LÁZARO Helena Josefina Collazo Vilarelle
La primera vez que mi padre tuvo problemas con el funcionamiento de su
pulmón derecho, ingresó en el Hospital General de la capital de la Isla, y allí
fue donde conocí al sorprendente
personaje de esta historia.
Lázaro era el operado más famoso del pabellón de neumología, pues para
todos los ingresados existían reglas muy estrictas, pero para él no. Siempre andaba deambulando por las áreas cercanas,
sin miedo a que lo capturaran y esquivando a los coches que aparcaban junto a
la entrada principal. Nadie se enfadaba porque perdiera unos minutos en el
aparcamiento del auto por su culpa, sino que le trataban con benevolencia, y
hasta le dirigían frases como:
-¿Qué hay Lázaro? ¿Dando una
vueltecita?
A lo que él respondía invariablemente,
con una mirada melancólica,
mientras proseguía su camino sin prisa alguna.
En el pabellón siempre se
contaban anécdotas diarias de su proceder,
y se comentaba su voraz apetito,
ya que era el primero en dar buena
cuenta, -no solo de lo que le
servían-, sino de cuanto dejaban los
demás; bien porque no les apetecía, o
bien porque les agradaba ver cómo engullía Lázaro sus alimentos. Desde luego,
los pacientes habían hecho numerosas apuestas, pero nadie había perdido o ganado, y es
que la comida estaba racionada para cada
uno según su tratamiento, de manera que tampoco era cosa de darla toda, en aras
de descifrar el misterio de la capacidad del estómago del operado.
Lázaro era experto en
escabullirse cuando las enfermeras intentaban cogerlo, y hasta les
jugaba una mala pasada levantándole las faldas en su escapada, de manera que
era todo un divertimento para quienes
rumiaban sus dolores en cama, así como una mortificación para quienes cumplían sus
obligaciones, por ello, con el transcurso de los días surgió un acuerdo tácito
entre las dos partes implicadas, y
cuando llegaba la hora de la visita médica, todos hacían como si Lázaro no
existiera, y de hecho, él también colaboraba manteniéndose quieto, como si de
una estatua se tratara, aunque con la
mirada alerta; porque no había algo que odiara más que la
visión de una jeringuilla en manos de una enfermera; entonces partía como una exhalación hacia el exterior
del pabellón y podía desaparecer durante horas, dejando detrás una estela
de afectuosas y comprensivas carcajadas.
Y es que él no podía sustraerse al recuerdo de cuando lo colocaron sobre la
mesa fría del salón de operaciones para estudiantes: Le ataron, le rasuraron y
le colocaron la inyección que le hizo perder la conciencia para,
mucho tiempo después, despertar
con los terribles dolores y las convulsiones que durante días se le
presentaron. Entonces se refugió adolorido en el pabellón de Neumología y allí
le acogió Lázaro, de quien después heredó el nombre.
Lázaro le acurrucó entre sus brazos. Le dio de comer y hasta su
lecho compartió con el tembloroso recién
operado. Le enseñó a mantenerse quieto debajo de su cama sobre un reposa pies,
y los demás pacientes del pabellón
colaboraron en lo que se convirtió en
una proeza general de ayuda al jovencito, porque todos
sabían que le quedaban escasos días de vida. Fueron hermosas para el
chico las cinco últimas semanas en que
dio cobijo al perro cobaya, quien para merecimiento de la heredad del nombre
siguió sus restos mortales hasta el sitio de su última
morada; hecho muy comentado en el
Hospital.
Tras una semana de enterrado el fallecido, el asombro y el contento
desbordaron a los que en el pabellón residían
cuando apareció el chucho huérfano,
acurrucado sobre el banco reposa pies donde las caricias y los
cuidados del joven finado recibiera. Ese
fue “El Lázaro” que yo conocí durante la estancia de mi padre en el Hospital Calixto García.
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